martes, 4 de octubre de 2011

Antes de arrancar a leer la segunda parte del Martín Fierro les di una consigna a los chicos de 5to para que escriban un episodio entre Cruz y Fierro. La idea era relatar los que les podía pasar a estos personajes luego de marcharse hacia el territorio de los indios. 
Comparto (tal cual) la historia de Ignacio, sin desperdicios:
"Luego de semanas en el desierto Cruz y Fierro, quienes huían de su pasado hacia las esteras ardientes se encontraban con enemigos poderosos, la sed y el hambre.
  Después de una extensa caminata se toparon con un pueblo, árido y despoblado. Lo examinaron y solo oyeron ruidos en un burdel en que se avisaba la única vida del lugar, al entrar los recibieron tres hombres robustos con vestidos reveladores y maquillados, les dieron bebida y alimento y les informaron que uno de ellos debía pagarles con su cuerpo por los mismos.
   Luego de una larga deliberación decidieron dejar esa "responsabilidad" a quien perdiera... en un duelo de justas. La lucha fue ardua pero Fierro fue quien asestó, Cruz vencido el vestido se puso y a trabajar se dispuso.
  No fue largo, solo 30 noches de trabajo, sin embargo a Cruz no le saca el deshonor ni el señor de los bajos.
  Su camino siguieron con el potro al trote, ya comidos y bebidos y con su ardor a tope, mas nunca hablar de ello juraron y a los brutos que el acto victimaron algún día matar."

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Alcira

(esto surge de una consigna de taller: el nombre de una escritora uruguaya y las palabras "maestra rural" y con eso me las tuve que arreglar. La histora debía estar escrita en cinco tiempos.) 
I
A veces me decía, quedándose dormido, “Alcira, vos tendrías que escribir”. Era lo último que pronunciaba antes de que su respiración se sintiese en toda la habitación. Yo lo miraba y pensaba que todo su cuerpo acababa de adquirir la calma suficiente como para que todo el aire pasase y se hiciese sentir, nunca se lo había dicho porque me vendría con estupideces como “aparato respiratorio”, cosa que no tenía ningún sentido en eso que ahora era él: de la piel para adentro puro hueco por donde el aire vagaba y se abría espacio por una boca semiabierta.
            Desde su sueño para acá yo volvía a pensar en eso que me había dicho: “tenés que escribir” y pensaba en lo absurdo que eso sonaba. “Los hilos”, pensaba yo, “cómo mantener los hilos, si soy puro fragmento”. O no, es más cierto si hablo de modos de percibir, eso es puro fragmento. En la narración hay antes, después, un ahora, todos tiempos definidos y sin embargo siento mis días plagados de momentos con una fuerza bruta exaltada por el espanto. Mío, mi espanto. Pero la fuerza bruta de ellos, de violentarme por completo, de transgredir la unidad de un día y arrastrarlo por un mes entero. O más.
            Tengo que parar y contemplarlo otra vez, y tal vez yo intentar dormir y ser cavidad también.

II
A veces intentamos salir volando. Como cuando nos encontramos los dos en Buenos Aires. Podría haber sido en un bar, en una esquina, en una reunión de amigos en común. Y otra vez el fragmento ¿Cómo es que pude olvidarme de ese primer encuentro? Y en realidad sucede todo lo contrario, sucede que recuerdo los detalles con tanta precisión que el Encuentro, sí, con E mayúscula, podría haber sucedido en cualquier lugar. Lo que recuerdo es el clima entre los dos. Nos encontramos en las mismas ganas de salir volando.
Resopla con fuerza y se voltea furioso. Lo contemplo quieta y su sueño es tan bruto que me marea. En esas ganas de salir volando me fue mareando, mi cuerpo iba girando a lo largo de los días y lo que me había unido siempre al mundo iba siendo socavado de a poco. Cada tanto me preguntaba “Y vos, ¿Qué hacías?”. A la cuarta vez que lo hizo entendí que no terminaba de concebir la idea de una maestra rural en Montevideo, como si esta ciudad fuese sólo un borde de piedra y agua y una tierra amplia no entrase ahí. Entonces, para que entendiese,  en vez de decirle “Maestra rural”, le contaba lo que hacía, de mis alumnos, siempre tenía uno preferido y sobre todo, para intentar fijar algo,  del paisaje. Él me escuchaba encantado, con esas ganas de marearse también. Podía hablar horas enteras y Lautaro apoyaba la cabeza sobre mi pecho para después girar y decir “Alcira, vos tendrías que escribir”.

III
            Lautaro estaba sólo de a ratos en Buenos Aires: cada vez que cambiaba de trabajo o algún miércoles cuando iba a visitar a Estela y los dos miraban televisión. En las propagandas él aprovechaba para regar las plantas, barrer la terraza que siempre estaba llena de hojas que venían del gran árbol de la vecina y controlar que Estela tuviese todas las pastillas, ni una de más ni una de menos. En casas así, donde la luz sólo entra de cierta forma por el peso angustiante de las cortinas y un olor acompaña esa monotonía, si uno está de paso, sólo se puede hacer ese tipo de cosas. En esos días, sí, Lautaro volvía con el peso de toda una ciudad en los ojos. Pero cuando me escuchaba no era desde Buenos Aires que lo hacía. Lautaro me escuchaba desde el cuerpo de un adolescente acostado junto a una mujer mayor que él, que había sido encontrada en un muelle, vagando de la tierra al mar y del mar a la tierra con una pequeña valija entre las manos. Me escuchaba desde una ciudad que no existía.

IV
            Ana iba dejando de hablar. Me decía “Shh… Alcira, despacio con esa ventana, que es sábado y es muy temprano. Yo ni me daba cuenta porque andaba pensando en la escuela, siempre en la escuela y no oía el ruido ni advertía la debilidad de la luz a las seis de la mañana. Siempre fui un poco así, lo pienso ahora buscando un hilo, de dejar el cuerpo acá y la cabeza allá, necesitando de alguien que me zamarree para volver a unirme con los pies. Que me digan “shh, que es muy temprano”. Pero Lautaro, oyente activo y selecto, prefería de mis sábados las partes de la luz y del rechinar de la ventana, iba abriendo los momentos con mil preguntas, sobre todo si desde ahí podía ver el mar, empecinado en que Montevideo fuese un borde. Complaciente, me tardaba más en el costado  brillante de la cama y en la extensión que se abría hacia delante y para cuando Ana debía decir “shh…”, desde un rincón todavía nocturno, pero despabilado por el ruido molesto de la madera, Lautaro ya se adormilaba, evocando lo absurdo y Ana iba dejando de hablar. Yo me inclinaba por sobre él, para comprobar su modo de respirar, ya no como una mujer mayor sino como una vieja. Una vieja yendo de lado a lado, dudando quizás, en dónde derrumbarse: si en la tierra o en el mar, como si eso implicase alguna diferencia, en fin, que se trataba de derrumbarse. Una deambulante, con cosas que decir pero sin fotos. Me iba quedando tan solo con el sujetar del picaporte de una ventana cuyas maderas rechinarían un sábado, generalmente soleado, por la mañana y estúpidamente feliz con ese picaporte, creyendo con una fe ciega que los recuerdos se mantienen invulnerables, sin importar desde dónde una los evoque.

            V
            Lautaro vuelve a agitarse y una de sus piernas sobresale, dejando ver parte del muslo ancho y relajado, la rodilla huesuda por la curvatura y el pie que todavía permanece tapado por la manta azul, pero que seguramente en el próximo movimiento aparecerá. Escribo. El tiempo de lo narrado suele ser el pasado, pero Lautaro, como su pierna que aparece y desaparece, se alterna en tres tiempos: pasado, presente y futuro. Escribo y esto es completamente absurdo.
            Absurdo que me quede con la manta azul por sobre la mitad del cuerpo, con la relajación del muslo dormido, con la piel dejándose entrever debajo del pelo. “Alcira, vos tendrías que escribir”, repito esa frase con pulso de vieja vagabunda, sujetando la valija porque ahora el viento viene desde el mar y me da por la espalda.
“Alcira, vos tendrías que escribir”.

sábado, 27 de agosto de 2011

Vaivén

 (casi dos meses después retomo con algo del año pasado)
Carola se dio un envión con el piso lo suficientemente fuerte como para poder colocar sus pies en el apoyo de la mecedora y que ésta estuviera un buen rato yendo y viniendo. Del árbol que estaba detrás de sus espaldas, al pedazo de cielo azul, a la copa del naranjo, al tronco del naranjo y de vuelta a sus pies. Al principio su vista no conseguía seguir el ritmo de la mecedora y se rompía la lógica del orden: se superponían los pies a las ramas del árbol, el tronco con el cielo y lo que estaba detrás, lo que se veía al revés, se extendía a todo el recorrido y nada parecía poder quedarse quieto y volver al sitio que alguna vez había tenido. Pero la mecedora perdía su fuerza poco a poco y con ella, en un acto compensatorio del movimiento, lo que estaba fuera del vaivén de Carola iba llegando a ella recomponiendo un espacio más extenso. Osvaldo, en el patio delantero, dejaba un rato encendido el motor del fitito amarillo para que tomase temperatura. Como todos los sábados, preparaba su viaje hacia La Plata donde vivía su hermana. Doblaría en la primera esquina para encontrarse con la vieja fábrica de zapatos donde los dos habían trabajado y seguiría su paredón por tres cuadras para luego salir a la calle principal de San Martín. Carola ya lo acompañaba sólo en algunas ocasiones, no soportaba el encierro que le causaba el fitito al momento de entrar a Buenos Aires. Antes de que Osvaldo se fuera, Ana volvía con las bolsas del mercado, trayendo pescado y dos alcauciles, uno para cada una. A Osvaldo le molestaba el olor de las dos cosas, por eso Ana aprovechaba cuando se alejaba varias horas de la casa. Carola odiaba el olor al pescado y hasta su sabor, pero no decía nada. Ana había salido con una bolsa repleta de naranjas, como ninguno de los tres las comía ya, solían pudrirse alrededor del árbol. En realidad nunca habían comido demasiadas naranjas pero ver el árbol atestado de ellas los hacía sentirse hastiados. Así habían terminado por no probar ninguna fruta y Ana se dedicaba a recogerlas del suelo para dejarlas en la puerta de calle.
            Cuando la mecedora por fin dejó de moverse la voz de Ana se arrimaba hacia el patio. “¿Cómo es que se junta tanto polvo? ¡¿Cómo se junta tanto polvo?!” Repetía tantas veces esa pregunta que Carola siempre terminaba por sentirla como una acusación, una sospecha de que alguno de los tres, incluso Ana, se levantaba por las noches a esparcir polvo entre los muebles. Aparecía ante su vista callada y así, sin reparar en ella, comenzaba a golpear el trapo contra el naranjo y, efectivamente, nunca terminaba de salir polvo. Cuando se retiró para entrar de nuevo en la casa, Carola volvió a mecerse con fuerza. Las preguntas y el motor dejaron de oírse en su cabeza. Todo volvió a reducirse y a mezclarse otra vez. Todo era lo mismo salvo por aquel sonido minúsculo y por aquel nuevo movimiento que lo teñía todo, superponiéndose al dado por la mecedora. Se superponía y ganaba espacio ya que a medida que las cosas iban retornando a su quietud habitual, aquel nuevo movimiento se mantenía impostergable, haciendo difícil que Carola reordenara su vista. De hecho, cuando su mecedora se frenó abruptamente por el efecto de sus pies contra el suelo y pudo identificar lo que se había interpuesto en su ir y venir, continuó con la vista mareada. Aquel pájaro estaba entre las ramas, batiendo sus alas a una velocidad increíble para poder estarse quieto ante la flor blanca.
            Los tres nombres le mareaban el pensamiento aún más: colibrí, picaflor y un tercero que había inventado su abuela: tucucito. Ésta última palabra iba y venía de su memoria como el polvo de los muebles de su casa, y ahora se le aparecía para disgregar aún más. Tener tres nombres era casi como no tener ninguno. Tucucito. El pájaro revoloteaba, absurdo y feroz, sin que Carola pudiera asirlo, trastocando todo lo que lo rodeaba, recomponiéndolo en un collage inaudito. Con los ojos cerrados volvió a mecerse, mientras de fondo se oían el sonido del motor y el incansable trajinar de Ana. Lento, un deseo se interponía al ruido en un vaivén propio: que cuando abriera los ojos el pájaro estuviese al pie del árbol junto a unas flores blancas intocables, en un suelo lleno de naranjas que se estuviesen dejando pudrir.

miércoles, 29 de junio de 2011

Los amigos dicen:

- Podemos hacer lo que queramos (Nati vital)
- El río mueve las cosas (Facu poético sin querer)
- Somos enfermas del discurso (Carito lapidaria)

Los amigos dicen mucho más, pero en estos días resuena eso, por momentos todo junto.

jueves, 23 de junio de 2011

Sueños

(A partir de "Un paseo por la literatura", de Bolaño. Lo que está en cursiva es de él)

1 Soñé que Baudelaire hacía el amor con una sombra en una habitación donde se había cometido un crimen. Pero a Baudelaire no le importaba. Siempre es lo mismo, decía. Yo no comprendía a qué se refería, si a las sombras o a los crímenes. Él me miraba excitado y queriéndome decir que era un joven de 15 años muy estúpido, me repetía “siempre es lo mismo”, en francés, en inglés y en chino. Todavía sin entender seguía sus movimientos con atención y lo veía derrumbarse sin sentido, los dos cuerpos casi translúcidos sobre aquella cama, ahora losa de basalto, ahora altar, ahora mi alfombra favorita. Lo vi gozar como nunca y optar por la felicidad, como los otros franceses después de una tormenta. Me desilusioné terriblemente, agarré a Georges Perec de la mano y lo llevé de vuelta al Hemisferio Sur, mientras le leía las cenizas de Trilce.

2 Soñé que estaba en un patio africano, naciendo y muriendo en un rincón. Cada vez que nacía veía un enorme árbol que además de ramas ostentaba sogas, todas se balanceaban y terminaban en un círculo perfecto, donde cabía mi cabeza perfecta. Sabiendo lo que se me avecinaba intentaba atrapar alguna y morir antes de tiempo, pero mis piernas desaparecían y otra vez volvía a estar en un lecho con un francés al lado que me susurraba cosas que no llegaba a comprender, la única palabra que entendía era “consuelo”. Sólo una vez no fijé mi atención en el árbol: en el otro extremo del patio estaba Anaïs Nin, desnuda, prometiéndome un 69.

3 Soñé que hacíamos un alto en el camino de vuelta a casa. Entramos en una taberna en Civitavecchia y Georges Perec se entretuvo con una nena que se había escapado del manicomio. Ella se iba volviendo más y más loca y el juego de intercambios de rostros terminó por asustar a Georges, quien vino llorando a esconder su cabeza entre mis piernas. Lo consolé, le dije que era un niño precioso y le convidé Trilce para que pasara el rato. Se fue hacia el patio, dando saltos de lo contento que estaba. Cuando lo fui a buscar vi que batía sus alas nuevas igual que un gallo furioso en medio de una riña, picoteando con esmero lo poco que quedaba del libro.

viernes, 10 de junio de 2011

 Algo o alguien que me signifique la tierra. Sentir que si me aferro a eso me aferro al mundo.

viernes, 20 de mayo de 2011

Un aprendizaje o el libro de los placeres-Clarice Lispector


El otro día, en IOMA, leí esto: “Apenas eso: llovía fuertemente y ella estaba viendo la lluvia y mojándose toda.
Qué simplicidad.
Nunca había imaginado que una vez el mundo y ella llegasen a ese punto de trigo maduro. La lluvia y Lori estaban tan juntas como el agua de la lluvia estaba ligada a la lluvia. Y ella, Lori, no estaba agradeciendo nada. Si no hubiese, enseguida de nacer tomado por casualidad y forzosamente el camino que había tomado -¿Cuál?- y habría sido siempre lo que realmente estaba siendo: una campesina que está en un campo donde llueve. Ni siquiera agradeciendo al Dios o la Naturaleza. La lluvia tampoco agradecía nada. Sin gratitud o ingratitud, Lori era una mujer, era una persona, era una atención, era un cuerpo habitado mirando la lluvia pesada caer. Así como la lluvia no era grata por no ser dura como una piedra: ella era la lluvia. Tal vez fuese eso, pero exactamente eso: viva. Y a pesar de apenas viva era de una alegría mansa, de caballo que come de la mano de la gente. Lori estaba mansamente feliz”.
Fue el bono C más lindo que retiré en mi vida.
Qué simplicidad. Clarice arremetió ahi, en el medio de las esperas. Lo de la felicidad mansa me lo debe, se lo queda todo Lori, porque en lo que a mí se refiere me sentí como ella pero antes, como la primera vez que se metió al mar a las cinco de la mañana y se dejó sacudir y revolear por la ola. Así, despatarrada en medio de IOMA. Cerré el libro por un segundo, Lori había llegado a un punto clave de su viaje (ser punto de trigo maduro con el mundo, releo esta frase y me dan ganas de gritar). Ni por campo, ni por mar. Un viaje cuerpo adentro: buscar estar lista para, agarrar una manzana y dejarla porque un bocado basta, rezarse a ella misa, arder de deseos por Ulises y sin embargo aprender a esperarse. Abrí el libro otra vez. Leí, leí y leí ese párrafo. Lori encuentra pero no le importa qué, porque comprende de a poco que es imposible preguntarse "¿Quién soy?" y no perderse en el intento de responder (¡quiero gritar otra vez!). En la embestida de la ola algunas cosas pierden importancia. Seguí leyendo y si entendía o no entendía no me interesaba. Ahora tampoco. Lori sale a buscar a Ulises para compartir esa lluvia con él y yo me quedo chapoteando un rato en la orilla.

viernes, 13 de mayo de 2011

Paso de la Patria, Corrientes

Primer día.
Mañana/ tarde
El agua me desanuda y me envuelve, borra los bordes de algunas cosas y los funde. Une los sonidos de las chicharras con el de las lanchas, transformándolos en un zumbido único que se agolpa en mis oídos. Me meto con los ojos cerrados y nado en dirección a Paraguay o al Chaco, me impulso hacia delante pero todo depende de la corriente. La temperatura del cuerpo disminuye y algunas partes se hacen más concientes que otras, como los oídos, los brazos y las piernas que se mueven sincronizados. Pero abajo, y sobre todo con los ojos cerrados, el conjunto pierde límites y todo es agua y más agua.
Noche
La digestión se hace con una guitarreada y todos cantan. Agüicho y el Gordo sacan unas voces tremendas y se comen la noche. Cuando la reunión termina y me preparo para ir a pescar con Facu, Marila se ríe y me dice que tenga cuidado, porque cuando dos personas van al río de noche se dice que están obligadas a contarse secretos. La verdad es que hablamos poco, de vez en cuando se siente que algo nos hace fuerza hacia el agua, pero son movimientos rápidos, los peces pican la carnada y se van. Las cosas en el Paraná pasan por debajo, Agüicho y el Gordo cantan una canción que dice “Que te quede de mí la ternura como resolana bajo la piel”.

Reunión de hombres.
. “¡Qué hacés corazón!”,Agüicho  se acerca y me pega uno de sus abrazos: uno de los brazos rodea toda mi espalda, nos pegamos pecho con pecho y los dos permanecemos así por un ratito, mientras la mano que cruza mis hombros me golpea despacio y casi a la oreja, con su voz grave y un poco de olor a vino de anoche y un poco del perfume de hoy, me dice “buen día” o algo por el estilo. Ese cuerpo a cuerpo que la primera vez que me encontré con Agüicho me sorprendió y me dejó casi sin reacción y ahora respondo con ganas, cruzando su espalda también, sintiendo sus gotitas de transpiración en mi cara, me hace dar  cuenta de que con él la confianza no es un paso previo para ese abrazo sino que es al revés.
            Me pego a su olor a vino, a su camisa sucia y la envidia de la noche anterior vuelve: su olor y su ropa son como el sonido del acordeón que me llegaba de lejos. El chamamé y el asado eran parte de un encuentro de hombres del cual Marila, Paz y yo quedamos firmemente excluidas. Con los retazos que él me presta voy armando alguna imagen. Lo veo dormido, oliendo a vino más que ahora, con la camisa que se va a volver a poner dentro de unas horas tirada en el piso, y los que quedaron de reunión en el patio, entran de repente a la habitación con acordeón, violín y guitarra y todos cantando. Él se despierta sin entender nada y sin decir nada tampoco, lo único que le sale es la risa.  “¡¿Vos sabés que me acosté a las cuatro de la mañana y al rato aquellos locos entraron a cantarme una serenata?!”.
                       

miércoles, 4 de mayo de 2011

Insolación
Tener fiebre es perder los detalles de uno mismo. La noche en la que que me hundí en las sábanas comencé a escuchar lo que Viviana le susurraba al oído a Lucas, su nuevo novio. Por mi oído izquierdo se arrimaba la lengua filosa de Marta acusando a su hijo de quién sabe qué cosas. Aquellas amenazas se me perdían, entremezclándose con la ducha de Juan y el constante ruido que producía la vajilla del nuevo vecino del piso de abajo.
Mis ojos arden cada vez más y temo mirar por la ventana. La fiebre se expande: la cama, el piso, las paredes y las pocas puertas están, también, recalcitrantes. Sigo escuchando la ducha de Juan y sin abrir los ojos siento mi pelo empapado y mis pies tocan un fondo de barro y algas. Mi frente arde. Las sábanas se adhieren a mi piel y el sol ya no me deja pensar. Me hundo en el río de aquella tarde de un febrero irreal. Me hundo en la siesta que volvió mi cuerpo recalcitrante y dividió mi espejo en más de dos partes.

lunes, 2 de mayo de 2011

 El edificio estuvo sin luz toda la mañana y el grupo electrógeno ya no funciona pues han pasado más de cuatro horas. Abre la puerta que comunica a la escalera y cuando la cierra queda completamente a oscuras. Directamente pega su espalda a la pared y se queda quieta, allí. Desprendiéndose con lentitud, perdiendo toda noción, extiende su pierna derecha hasta que bordea el fin del primer escalón. Luego es el turno del brazo, que actuando mediante un recuerdo vago alcanza la baranda. Ahora sí se despega, no sin temor, de la pared y un segundo después la única certeza es el borde que presiente su pie y el frío que siente su mano. El pie y su mano, incluso, y nada más. Como si ella, la pared y lo que hay en el medio fueran un engaño de la luz.
En la foto estoy como ahora, igual igual, pero con unos años menos y más rubia. Estoy en un "hago de cuenta que", juego a querer y a poder. Esto del blog va a ser muy complicado, lo admito desde un principio: me trabo, me cuelgo, no entiendo la tecnología y me pierdo por ahí. Por eso vuelvo a mirar la foto y me digo, bueno esto tiene un poco de realidad y un poco de pretensión: estar un rato concentrada de cara al papel, imaginando algunas cosas y desenredando otras. De realidad tiene el hecho de que, escriba lo que escriba, lo hago con un otro al lado. A veces lo veo bien clarito, tiene cara, nombre, le copio sus gestos y hasta si estiro la mano le puedo robar su cartuchera del cometa Halley. Juan está más grande y tiene unos rulos terribles, pero yo sigo bien pegada a él como a tantas otras cosas (y gente) un poco menos definible. Y lo que también está, aunque no esté, es esa casa. La foto tiene de real que sigo siendo desde ahí.