Insolación
Tener fiebre es perder los detalles de uno mismo. La noche en la que que me hundí en las sábanas comencé a escuchar lo que Viviana le susurraba al oído a Lucas, su nuevo novio. Por mi oído izquierdo se arrimaba la lengua filosa de Marta acusando a su hijo de quién sabe qué cosas. Aquellas amenazas se me perdían, entremezclándose con la ducha de Juan y el constante ruido que producía la vajilla del nuevo vecino del piso de abajo.
Mis ojos arden cada vez más y temo mirar por la ventana. La fiebre se expande: la cama, el piso, las paredes y las pocas puertas están, también, recalcitrantes. Sigo escuchando la ducha de Juan y sin abrir los ojos siento mi pelo empapado y mis pies tocan un fondo de barro y algas. Mi frente arde. Las sábanas se adhieren a mi piel y el sol ya no me deja pensar. Me hundo en el río de aquella tarde de un febrero irreal. Me hundo en la siesta que volvió mi cuerpo recalcitrante y dividió mi espejo en más de dos partes.
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