sábado, 7 de abril de 2012

todos los juegos el juego

Ayer a la noche llegué cansada a casa. Volví de la reunión con un millón de cosas en la cabeza, el taller, la niñez, espacios de formación, la toma, estos pibes que tienen mi edad o son más chicos y hacen montones de cosas. Tenía la cabeza en ebullición. No podía parar del todo, es como cuando uno va parado en el micro y este frena de golpe: el cuerpo sigue de largo. Llegué, me busqué algo para tomar y prendí la tele. Otras veces me funciona, cuando llego reventada y con ganas de desenchufar. Ayer no quería desenchufar. Era algo más bien corporal, empecé a buscar algún libro y primero descarté a los que me rodean ahora, chau a Clarice y a Saer. Buscaba otra cosa. Hacía rato que no experimentaba ese tipo de ebullición. Ese entusiasmo que tiene que ver con el principio de las cosas. Lo que andaba buscando para leer, me di cuenta después, tenía que tener que ver con ese principio. Rastreaba en mi biblioteca y en la de Mari desde la memoria, buscaba un libro para ser leído de noche, en la cama y justo antes de dormir, buscaba algo para leer nada más y nada menos que por las ganas de leer, buscaba el velador prendido de mi pieza y la voz de mi viejo del otro lado: "¡Apagá la luz!". Necesitaba algo parecido a un libro encontrado ( y robado) entre las cosas de mi hermano. Necesitaba volver a descubrir las palabras "pis y caca" y morirme de risa, leer tres veces seguidas la historia de una nena que patea pelotas o lunas y se imagina sopas de rinoceronte. O ver Buenos Aires con ojos de sapo. Los principios se alojan en el cuerpo y todo viene de antes, ¿de dónde? Andaba tras un momento en el que algo, no sé bien qué ni cómo, comenzó. Buscaba un momento-estado que sirviese para alojar todo lo que ayer bullía.

jueves, 5 de abril de 2012

entrevista a Lucrecia Martel

De www.blogaloido.wordpress.com

Una conversación con Lucrecia Martel
Por Paula Jiménez
En una entrevista decís: “Podríamos discutir si el lenguaje sirve realmente para la comunicación o si en realidad lo utilizamos para encubrirla…”
Sí. Me parece a mí que en nuestra educaciónhay una visión muy simplificada de todo lo que significa el lenguaje, o el habla en realidad, ya que la función que prevalece para esta cultura parece ser la del sentido. Y el sentido significa la preci­sión, el éxito de la comunicación. Pero en verdad, todas las funciones que cumple el lenguaje son mucho más complejas que esa, la exceden por completo y envuelven un montón de otras cosas en su mayoría emocionales, no traducibles en significa­dos e imposibles de referir. Es toda esa parte la que me resulta más atractiva a mí, y me parece que a la mayoría de la gente. El lenguaje significativo está en muy pocos minutos de nuestra vida, el resto del día lo que nos rodea es otra cosa.
John Berger dice: Si a un escritor no lo mueve el deseo de la mayor precisión verbal posible se le escapa la verdadera ambigüedad de los acontecimientos.
A mí, los diálogos me resultan la parte más delicada de escribir y dirigir una película. Me tomo muchísimo traba­jo, justamente por eso, el esfuerzo es preciso, pero intento evitar esa aparien­cia de precisión y efectividad que no tiene en verdad el lenguaje, o la tiene pocos segundos al día. Cuando hablo del lenguaje pienso en el habla que es el sonido. Y cuando está involucrado el sonido, es ahí donde se vuelve mucho más exquisita la situación, porque el sonido es continuo y es absolutamente físico. Es en el punto del sonido donde se une la lengua con el aspecto físico, entonces para mí la particularidad de los diálogos está en algo distinto a la expresión. El extraño hecho de que uno escribe algo que tiene la complejidad y rareza de lo que luego se expresará en sonido a través del cuerpo, es un enor­me esfuerzo condenado al fracaso. Ese esfuerzo va a fallar y solamente se va a volver a transformar cuando el actor lo diga y luego, sobre eso, voy a corregir con la memoria de lo que escuché, no con la memoria de lo que escribí. Por eso lo que me interesa del cine o de la narrativa, está muy ligado al sonido en ese sentido. Es la memoria de un sonido que uno transforma en escritura para que se vuelva otra vez a transformar. Es un mecanismo de pura entropía y lo que desesperadamente busco es recu­perar esa cosa inasible, física, ambigua, que es el cuerpo que habla. El cuerpo que emite sonido hacia otro al que intenta acercarse.
Volviendo a Berger, él dice que la cre­dibilidad en el arte proviene de un re­conocimiento mudo del misterio. Y en tus películas se vislumbra algo así, en ellas la cosa no está del todo dicha.
Eso, creo, es producto de un milagro a cerca de cómo una está en el set en el momento de la filmación, más allá de cómo sea exactamente el guión. Hay una cosa difícil de explicar: vos escribiste el guión, elegiste a los actores, a la gente del equipo, viste los lugares antes, desechaste un montón, tomaste mil decisiones que tamizaron las infinitas posibilidades de la realidad y dejaron sólo algunas que son las que tenés adelante cuando vas a filmar y, sin embargo, en el momento en que todo eso se pone en funcionamiento, hay algo muy profundo que querés saber y que no sabés. Algo que, probablemen­te, no sepas nunca sobre todo eso que está hecho ahí. Esto es difícil de explicar porque vos sos la gestora de ese artificio y, sin embargo, todo eso genera otra cosa sobre la que no tenés ninguna certeza, sino más bien una enorme curiosidad. Pero si uno no mantiene esa actitud en el set, pierde lo más importante de hacer cine. El sentido que tiene para mí realizar una película es el de poner delante mío algo que me permita descubrir otra cosa. Hay como una exaltación del cine, unas ansias de hacer con lo que vaya apare­ciendo – que no critico- , pero mi modo es elegir hasta la última cosa que aparece en la pantalla, aunque no con el ánimo de ser indicativa sino porque creo que por esa combinatoria de cosas elegidas quizás aparezca el espectro de otra inesperada.
Muchas veces, en tus películas, imagen y sonido mantienen una relación indirec­ta, o paralela, se produce un encuentro un tanto extraño entre estos elementos. Esto genera una sensación de cierta complejidad perceptiva para el especta­dor. Es como si el argumento se hubiera desplazado, o estuviera corriendo por un lugar inasible a simple vista.
En general el sonido en las películas es demostrativo de lo que ya estás viendo, esto se debe a una mala comprensión. El sonido para mí genera un fluido que hace presente muchas cosas no inme­diatas. La fuerza técnica de esto es que, si vos estás filmando a alguien en un plano corto y se escucha el motor de la heladera, o la pava, no hace falta panear por la cocina para reconocer donde está el personaje. El lugar está presente no sólo en tu cabeza sino en todo tu cuerpo, esa es la fuerza del sonido. Hay muchas imágenes que genera el sonido que no están a la vista en la película y eso va envolviendo al espectador.
En “La mujer sin cabeza”, en el mo­mento en que Verónica le dice al primo “creo que maté a alguien”, él gira y en su cuello se ve la marca de un beso que evoca la infidelidad de ambos, el engaño, y la escena que le vuelve al es­pectador a la memoria es la de ellos dos juntos. Lo que se puede observar ahí es como una superposición de tiempos…
Hay una cosa que tiene el habla que es muy interesante respecto del tiempo. Cuando alguien habla puede usar los verbos en presente, pasado o futuro, esa propiedad temporal que tienen las palabras, genera, para mí, la disolución de la idea del desplazamiento cronológi­co consecutivo. Si yo estoy acá y cuento algo que a vos te importe del pasado, ese pasado nos va a empezar a agobiar y las emociones de esa escena también. Esa idea física de que cuando hay una cosa no hay otra, se destruye con el len­guaje. Volviendo al beso en el cuello del personaje, esa es una huella clarísima de una escena pasada en la película que se va a hacer presente en el espectador.
Llama la atención de tus películas, con respecto al vestuario y las ambienta­ciones, e incluso con ciertos modismos del lenguaje, la atemporalidad. Aunque reconozcamos una época, esta época puede abarcar un período de 20 años o más, finales de los 1980 a 2000.
Yo creo que estoy haciendo el cine que no se pudo hacer en los ’80, por eso no me siento nada moderna. En esos años no se podía expresar demasiado lo que estaba sucediendo, era el final de la dictadura y los primeros tiempos en de­mocracia. A mí me parece que nuestra época está tan afectada por ese pasado que hay cosas que es mejor verlas casi como superpuestas que tratar de sepa­rarlas. Por ejemplo, el mecanismo de di­solver la responsabilidad, en una familia o en una clase social, era algo alevoso durante la dictadura, pero también lo es hoy y de una manera más sofisticada y aceptada. Tiene que ver con una idea de mal en el tiempo. Un terremoto en 15 minutos puede destruir una ciudad, pero también la pobreza la puede des­truir en 20 años, con la misma violen­cia. Si vos ves una ciudad que acaba de sufrir una catástrofe climática, se parece muchísimo a una abandonada. Entonces, al mal inmediato, al del disparo, al daño perceptible en un lapso corto lo podemos evaluar y juzgar, pero cuando se extiende en el tiempo parece que fuera imposible encontrar responsabilidades y víctimas. Sobre la dictadura, cuya violencia fue aplicada de un modo directo, extremo, emulable a una catástrofe, hay cosas que sí podemos pensar, podemos decir “esto destruyó gente”, pero a este sistema que destruye en un período más largo de tiempo no lo vemos como un sistema ase­sino. Claro, ¿cómo decir en este país que la democracia es asesina si estamos a pe­nas tratando de defenderla para que más o menos se fortalezca? No se puede decir algo así, pero, sin embargo, este sistema, en otra escala de tiempo, también es absolutamente injusto. ¿Cómo se disuelve hoy la responsabilidad sobre la muerte, el dolor? Si vos querés acercar esos mundos, una especie de acronismo sirve porque ya no importa la precisión; ese acronismo te permite flotar en esa situación, lo que pasa es que tenés que medirlo bien y armar una cosa compleja que te permita abordar tres décadas.
Cuándo, al final de “La mujer sin ca­beza”, Verónica pregunta por la habita­ción 818 ocupada en el fin de semana de la tormenta y la empleada del hotel no encuentra registro, una podría interpretar, por ejemplo, que su primo hizo desaparecer las pruebas de haber estado ahí con ella. Como si flotara en la atmósfera ese sistema de valores y el encubrimiento y la desaparición de las pruebas formaran parte de esa idiosin­crasia, o de la idiosincrasia de cierta clase social.
Es como si borrar las pruebas de una pequeña infidelidad permitiera borrar las de un crimen, o a la inversa. Borrar es borrar. Desresponsabilizarte, negar algo en lo que has tenido una impor­tante parte, es también hacer un aguje­ro en tu vida, no es solamente negar un hecho. Se va creando un agujero negro que se va comiendo un período enorme. Es como las parejas que deciden no ver­se nunca más y tienen un gran resenti­miento; yo creo que jamás podría ir por ese camino, debido al terror que me da que desaparezca una parte de mi vida. Porque si vos negás mucho a alguien, por odio o por lo que sea, eso empieza lentamente a erosionar y un día no te vas a acordar de nada de esa época. So­lamente para no recordar a esa persona vas a tener que borrar viajes, ¡tantas cosas vas a tener que hacer desaparecer! Cuando estábamos filmando “La mujer sin cabeza”, a una de las actrices, de mi misma generación, le había pasado algo con su hija y ella trató de acordarse de cómo era ella misma cuando tenía la edad de la chica, pero no recordaba porque aquél había sido un período de mucha negación y terminó olvidándose de sus propios recuerdos. Hay cosas que tomamos muy livianamente y que al final significan la muerte para uno. Es lo mismo que pasa con la felicidad. Tenemos una idea muy miserable de la felicidad, excluyente. La felicidad de la clase media – alta implica, tal como están las cosas, la infelicidad de un montón de gente. Esa es una cosa horrible de aceptar y podemos pasar la vida negando esto. Pero hay una con­ciencia íntima y profunda, que nunca se termina de atontar y que le hace saber a cualquiera, hasta al más cretino, que existió siempre otra posibilidad de la felicidad, una felicidad para todos. Una felicidad por la que no te avergonzarías de la propia dicha porque sería también la de los demás. Pero esa no fue la que elegimos. Nosotros nos conformamos con una felicidad medio chicona, mise­rable, como te decía antes. Reconocer­nos en esta clase de felicidad, hace que la alegría de la propia vida disminuya. Cuando uno niega algo, eso crece. Es un monstruo que se agranda en cuanto vos decidiste abandonarlo y hacer como que no existe.
En “La niña santa” hay una especie de duplicación que se repite en varios momentos de la película. Aparece Gra­ciela Borges con los auriculares diciendo mamá, mamá, y después el personaje de Mercedes Morán, en una escena casi idéntica. La cuestión de los hermanos mellizos que se esperan hace eco en la relación entre Helena y su hermano, el personaje de Urdapilleta. También sobre el final el personaje de Julieta Zilberberg le dice a su amiga: “siempre te voy a cui­dar porque soy tu hermana”. Eso para nombrarte algunos lugares que recuerdo donde observé esto que me hace pensar en la paranoia crítica del surrealismo, donde un elemento en un cuadro se refleja en otro que más lejos repite ese contorno casi idéntico…
No lo había notado. Pero lo que yo creo que se dan mucho, y que a mí me divier­te, son los personajes compuestos por más de un sujeto. Una vez en un curso en Costa Rica, un chico trajo un audio de tres hermanas, tías o abuelas de él, que le daban consejos sobre el matrimonio. Funcionaban como un personaje de tres cabezas, como una unidad de intención. Eso pasa muchísimo, necesitás de otro que termine de darte la figura.
En “La ciénaga” el personaje de Grego­rio dice en un momento en que se está secando el pelo, algo así como “Fíjense lo que se lleva Isabel”, como si cuidar fuera enunciar un peligro que en el fondo no se reconoce como peligro, como si se cumpliera con la pantomima del cuidado, pero no con el cuidado en sí. Creo que, en general, en tus películas no aparecen adultos capaces de velar por otro, o por una criatura por ejemplo.
La condición de adulto es así vista en una escala de tiempo de 70, 80 años, pero me parece que nuestra sensa­ción de desprotección y abandono es enorme. Damos por hecho que el rol del cuidador debe ser cumplido por un adulto, pero es tan difícil, porque la vida te deja siempre, en el fondo, en una situación de niño desprotegido. Cuando uno se empieza a dar cuenta que los padres de uno están tan abandonados como uno, empezás a aterrorizarte, te preguntás: ¿acá quién es el que cuida? Yo no estoy haciendo ninguna observa­ción acerca de si cumplimos o no con nuestras responsabilidades de adultos, sino que mis preocupaciones son más en torno a la existencia humana en donde la vida adulta y la infancia están muy cercanas entre sí. En “La niña santa”, claramente, los personajes adultos eran como chicos jugando. Creo que eso es lo que pasa. Cuando uno es adulto lo que hacés son un montón de gestos que te parecen que son adecuados a tu edad, pero en el fondo son imitativos de algo. En “La niña santa”, el hermano de Helena, por ejemplo, que en verdad era un inútil que no tenía trabajo, ni hacía nada claro, estaba siempre mirando la hora, muy preocupado por una cosa que verdaderamente no cuenta en su vida y que es el tiempo. Muchísimas veces notás en ámbitos muy serios una gran mala actuación en torno al rol del adul­to. Como actores que no saben actuar.
¿Qué relación hay para vos entre la infancia y el terror?
Me parece que hay un terror que es sumamente positivo y uno destructivo. Un chico que se va a esconder cuando siente que el padre abre la puerta, no ex­perimenta un terror muy constructivo. Más bien este lo aplasta, lo achica, pero hay otro terror que amplía el universo, que lo vuelve más complejo. Los chicos tienen mucha habilidad para ese tipo de terror: el de las puertas secretas, los rin­cones. En la naturaleza indefinida de las cosas – eso que a medida que uno crece va intentando fijar y determinar, para obtener dominio -, en su ambigüedad, en esa cosa imprecisa, hay una potencia del universo que después vamos per­diendo. Esa visión adulta clasificatoria, esclarecedora, con que se trata de conte­ner al niño y sacarlo del miedo, creo que es errónea también. Deberíamos encontrar otra forma de desarticular esos terrores, no racionali­zándolos sino transformándolos en otra cosa. A mí me gustaría escribir cuentos de terror, hacer algo sobre eso, sobre huellas, rastros en las cosas cotidianas que confirman la presencia de lo fantás­tico.

domingo, 25 de marzo de 2012

Verano

Suspensión. Agua en todas sus formas. Bichos, olor a Off. Yo entre los seis y los once y el olor a la piel de mi vieja con bronceador. La tierra mojada mezclada con los tilos, los tilos explotan. Las gotas de transpiración arriba del labio. Grillos, mosquitos, el color del cielo a las 9 de la noche. Bombitas, odiaba las bombitas, hasta podía llegar a llorar de miedo. Nunca pude leer al sol, siempre pensé que la gente que se puede dormir debajo de él tiene algo inaccesible para mí. La luz. Volver a la sombra y tener los ojos confundidos, llenos de manchas brillantes. Huir de la ciudad y que los espacios estén repletos de luz. La búsqueda intempestiva del lugar más fresco de la casa. Dormir en bombacha. Silencio a las tres de la tarde, menos las chicharras.

martes, 4 de octubre de 2011

Antes de arrancar a leer la segunda parte del Martín Fierro les di una consigna a los chicos de 5to para que escriban un episodio entre Cruz y Fierro. La idea era relatar los que les podía pasar a estos personajes luego de marcharse hacia el territorio de los indios. 
Comparto (tal cual) la historia de Ignacio, sin desperdicios:
"Luego de semanas en el desierto Cruz y Fierro, quienes huían de su pasado hacia las esteras ardientes se encontraban con enemigos poderosos, la sed y el hambre.
  Después de una extensa caminata se toparon con un pueblo, árido y despoblado. Lo examinaron y solo oyeron ruidos en un burdel en que se avisaba la única vida del lugar, al entrar los recibieron tres hombres robustos con vestidos reveladores y maquillados, les dieron bebida y alimento y les informaron que uno de ellos debía pagarles con su cuerpo por los mismos.
   Luego de una larga deliberación decidieron dejar esa "responsabilidad" a quien perdiera... en un duelo de justas. La lucha fue ardua pero Fierro fue quien asestó, Cruz vencido el vestido se puso y a trabajar se dispuso.
  No fue largo, solo 30 noches de trabajo, sin embargo a Cruz no le saca el deshonor ni el señor de los bajos.
  Su camino siguieron con el potro al trote, ya comidos y bebidos y con su ardor a tope, mas nunca hablar de ello juraron y a los brutos que el acto victimaron algún día matar."

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Alcira

(esto surge de una consigna de taller: el nombre de una escritora uruguaya y las palabras "maestra rural" y con eso me las tuve que arreglar. La histora debía estar escrita en cinco tiempos.) 
I
A veces me decía, quedándose dormido, “Alcira, vos tendrías que escribir”. Era lo último que pronunciaba antes de que su respiración se sintiese en toda la habitación. Yo lo miraba y pensaba que todo su cuerpo acababa de adquirir la calma suficiente como para que todo el aire pasase y se hiciese sentir, nunca se lo había dicho porque me vendría con estupideces como “aparato respiratorio”, cosa que no tenía ningún sentido en eso que ahora era él: de la piel para adentro puro hueco por donde el aire vagaba y se abría espacio por una boca semiabierta.
            Desde su sueño para acá yo volvía a pensar en eso que me había dicho: “tenés que escribir” y pensaba en lo absurdo que eso sonaba. “Los hilos”, pensaba yo, “cómo mantener los hilos, si soy puro fragmento”. O no, es más cierto si hablo de modos de percibir, eso es puro fragmento. En la narración hay antes, después, un ahora, todos tiempos definidos y sin embargo siento mis días plagados de momentos con una fuerza bruta exaltada por el espanto. Mío, mi espanto. Pero la fuerza bruta de ellos, de violentarme por completo, de transgredir la unidad de un día y arrastrarlo por un mes entero. O más.
            Tengo que parar y contemplarlo otra vez, y tal vez yo intentar dormir y ser cavidad también.

II
A veces intentamos salir volando. Como cuando nos encontramos los dos en Buenos Aires. Podría haber sido en un bar, en una esquina, en una reunión de amigos en común. Y otra vez el fragmento ¿Cómo es que pude olvidarme de ese primer encuentro? Y en realidad sucede todo lo contrario, sucede que recuerdo los detalles con tanta precisión que el Encuentro, sí, con E mayúscula, podría haber sucedido en cualquier lugar. Lo que recuerdo es el clima entre los dos. Nos encontramos en las mismas ganas de salir volando.
Resopla con fuerza y se voltea furioso. Lo contemplo quieta y su sueño es tan bruto que me marea. En esas ganas de salir volando me fue mareando, mi cuerpo iba girando a lo largo de los días y lo que me había unido siempre al mundo iba siendo socavado de a poco. Cada tanto me preguntaba “Y vos, ¿Qué hacías?”. A la cuarta vez que lo hizo entendí que no terminaba de concebir la idea de una maestra rural en Montevideo, como si esta ciudad fuese sólo un borde de piedra y agua y una tierra amplia no entrase ahí. Entonces, para que entendiese,  en vez de decirle “Maestra rural”, le contaba lo que hacía, de mis alumnos, siempre tenía uno preferido y sobre todo, para intentar fijar algo,  del paisaje. Él me escuchaba encantado, con esas ganas de marearse también. Podía hablar horas enteras y Lautaro apoyaba la cabeza sobre mi pecho para después girar y decir “Alcira, vos tendrías que escribir”.

III
            Lautaro estaba sólo de a ratos en Buenos Aires: cada vez que cambiaba de trabajo o algún miércoles cuando iba a visitar a Estela y los dos miraban televisión. En las propagandas él aprovechaba para regar las plantas, barrer la terraza que siempre estaba llena de hojas que venían del gran árbol de la vecina y controlar que Estela tuviese todas las pastillas, ni una de más ni una de menos. En casas así, donde la luz sólo entra de cierta forma por el peso angustiante de las cortinas y un olor acompaña esa monotonía, si uno está de paso, sólo se puede hacer ese tipo de cosas. En esos días, sí, Lautaro volvía con el peso de toda una ciudad en los ojos. Pero cuando me escuchaba no era desde Buenos Aires que lo hacía. Lautaro me escuchaba desde el cuerpo de un adolescente acostado junto a una mujer mayor que él, que había sido encontrada en un muelle, vagando de la tierra al mar y del mar a la tierra con una pequeña valija entre las manos. Me escuchaba desde una ciudad que no existía.

IV
            Ana iba dejando de hablar. Me decía “Shh… Alcira, despacio con esa ventana, que es sábado y es muy temprano. Yo ni me daba cuenta porque andaba pensando en la escuela, siempre en la escuela y no oía el ruido ni advertía la debilidad de la luz a las seis de la mañana. Siempre fui un poco así, lo pienso ahora buscando un hilo, de dejar el cuerpo acá y la cabeza allá, necesitando de alguien que me zamarree para volver a unirme con los pies. Que me digan “shh, que es muy temprano”. Pero Lautaro, oyente activo y selecto, prefería de mis sábados las partes de la luz y del rechinar de la ventana, iba abriendo los momentos con mil preguntas, sobre todo si desde ahí podía ver el mar, empecinado en que Montevideo fuese un borde. Complaciente, me tardaba más en el costado  brillante de la cama y en la extensión que se abría hacia delante y para cuando Ana debía decir “shh…”, desde un rincón todavía nocturno, pero despabilado por el ruido molesto de la madera, Lautaro ya se adormilaba, evocando lo absurdo y Ana iba dejando de hablar. Yo me inclinaba por sobre él, para comprobar su modo de respirar, ya no como una mujer mayor sino como una vieja. Una vieja yendo de lado a lado, dudando quizás, en dónde derrumbarse: si en la tierra o en el mar, como si eso implicase alguna diferencia, en fin, que se trataba de derrumbarse. Una deambulante, con cosas que decir pero sin fotos. Me iba quedando tan solo con el sujetar del picaporte de una ventana cuyas maderas rechinarían un sábado, generalmente soleado, por la mañana y estúpidamente feliz con ese picaporte, creyendo con una fe ciega que los recuerdos se mantienen invulnerables, sin importar desde dónde una los evoque.

            V
            Lautaro vuelve a agitarse y una de sus piernas sobresale, dejando ver parte del muslo ancho y relajado, la rodilla huesuda por la curvatura y el pie que todavía permanece tapado por la manta azul, pero que seguramente en el próximo movimiento aparecerá. Escribo. El tiempo de lo narrado suele ser el pasado, pero Lautaro, como su pierna que aparece y desaparece, se alterna en tres tiempos: pasado, presente y futuro. Escribo y esto es completamente absurdo.
            Absurdo que me quede con la manta azul por sobre la mitad del cuerpo, con la relajación del muslo dormido, con la piel dejándose entrever debajo del pelo. “Alcira, vos tendrías que escribir”, repito esa frase con pulso de vieja vagabunda, sujetando la valija porque ahora el viento viene desde el mar y me da por la espalda.
“Alcira, vos tendrías que escribir”.