miércoles, 28 de septiembre de 2011

Alcira

(esto surge de una consigna de taller: el nombre de una escritora uruguaya y las palabras "maestra rural" y con eso me las tuve que arreglar. La histora debía estar escrita en cinco tiempos.) 
I
A veces me decía, quedándose dormido, “Alcira, vos tendrías que escribir”. Era lo último que pronunciaba antes de que su respiración se sintiese en toda la habitación. Yo lo miraba y pensaba que todo su cuerpo acababa de adquirir la calma suficiente como para que todo el aire pasase y se hiciese sentir, nunca se lo había dicho porque me vendría con estupideces como “aparato respiratorio”, cosa que no tenía ningún sentido en eso que ahora era él: de la piel para adentro puro hueco por donde el aire vagaba y se abría espacio por una boca semiabierta.
            Desde su sueño para acá yo volvía a pensar en eso que me había dicho: “tenés que escribir” y pensaba en lo absurdo que eso sonaba. “Los hilos”, pensaba yo, “cómo mantener los hilos, si soy puro fragmento”. O no, es más cierto si hablo de modos de percibir, eso es puro fragmento. En la narración hay antes, después, un ahora, todos tiempos definidos y sin embargo siento mis días plagados de momentos con una fuerza bruta exaltada por el espanto. Mío, mi espanto. Pero la fuerza bruta de ellos, de violentarme por completo, de transgredir la unidad de un día y arrastrarlo por un mes entero. O más.
            Tengo que parar y contemplarlo otra vez, y tal vez yo intentar dormir y ser cavidad también.

II
A veces intentamos salir volando. Como cuando nos encontramos los dos en Buenos Aires. Podría haber sido en un bar, en una esquina, en una reunión de amigos en común. Y otra vez el fragmento ¿Cómo es que pude olvidarme de ese primer encuentro? Y en realidad sucede todo lo contrario, sucede que recuerdo los detalles con tanta precisión que el Encuentro, sí, con E mayúscula, podría haber sucedido en cualquier lugar. Lo que recuerdo es el clima entre los dos. Nos encontramos en las mismas ganas de salir volando.
Resopla con fuerza y se voltea furioso. Lo contemplo quieta y su sueño es tan bruto que me marea. En esas ganas de salir volando me fue mareando, mi cuerpo iba girando a lo largo de los días y lo que me había unido siempre al mundo iba siendo socavado de a poco. Cada tanto me preguntaba “Y vos, ¿Qué hacías?”. A la cuarta vez que lo hizo entendí que no terminaba de concebir la idea de una maestra rural en Montevideo, como si esta ciudad fuese sólo un borde de piedra y agua y una tierra amplia no entrase ahí. Entonces, para que entendiese,  en vez de decirle “Maestra rural”, le contaba lo que hacía, de mis alumnos, siempre tenía uno preferido y sobre todo, para intentar fijar algo,  del paisaje. Él me escuchaba encantado, con esas ganas de marearse también. Podía hablar horas enteras y Lautaro apoyaba la cabeza sobre mi pecho para después girar y decir “Alcira, vos tendrías que escribir”.

III
            Lautaro estaba sólo de a ratos en Buenos Aires: cada vez que cambiaba de trabajo o algún miércoles cuando iba a visitar a Estela y los dos miraban televisión. En las propagandas él aprovechaba para regar las plantas, barrer la terraza que siempre estaba llena de hojas que venían del gran árbol de la vecina y controlar que Estela tuviese todas las pastillas, ni una de más ni una de menos. En casas así, donde la luz sólo entra de cierta forma por el peso angustiante de las cortinas y un olor acompaña esa monotonía, si uno está de paso, sólo se puede hacer ese tipo de cosas. En esos días, sí, Lautaro volvía con el peso de toda una ciudad en los ojos. Pero cuando me escuchaba no era desde Buenos Aires que lo hacía. Lautaro me escuchaba desde el cuerpo de un adolescente acostado junto a una mujer mayor que él, que había sido encontrada en un muelle, vagando de la tierra al mar y del mar a la tierra con una pequeña valija entre las manos. Me escuchaba desde una ciudad que no existía.

IV
            Ana iba dejando de hablar. Me decía “Shh… Alcira, despacio con esa ventana, que es sábado y es muy temprano. Yo ni me daba cuenta porque andaba pensando en la escuela, siempre en la escuela y no oía el ruido ni advertía la debilidad de la luz a las seis de la mañana. Siempre fui un poco así, lo pienso ahora buscando un hilo, de dejar el cuerpo acá y la cabeza allá, necesitando de alguien que me zamarree para volver a unirme con los pies. Que me digan “shh, que es muy temprano”. Pero Lautaro, oyente activo y selecto, prefería de mis sábados las partes de la luz y del rechinar de la ventana, iba abriendo los momentos con mil preguntas, sobre todo si desde ahí podía ver el mar, empecinado en que Montevideo fuese un borde. Complaciente, me tardaba más en el costado  brillante de la cama y en la extensión que se abría hacia delante y para cuando Ana debía decir “shh…”, desde un rincón todavía nocturno, pero despabilado por el ruido molesto de la madera, Lautaro ya se adormilaba, evocando lo absurdo y Ana iba dejando de hablar. Yo me inclinaba por sobre él, para comprobar su modo de respirar, ya no como una mujer mayor sino como una vieja. Una vieja yendo de lado a lado, dudando quizás, en dónde derrumbarse: si en la tierra o en el mar, como si eso implicase alguna diferencia, en fin, que se trataba de derrumbarse. Una deambulante, con cosas que decir pero sin fotos. Me iba quedando tan solo con el sujetar del picaporte de una ventana cuyas maderas rechinarían un sábado, generalmente soleado, por la mañana y estúpidamente feliz con ese picaporte, creyendo con una fe ciega que los recuerdos se mantienen invulnerables, sin importar desde dónde una los evoque.

            V
            Lautaro vuelve a agitarse y una de sus piernas sobresale, dejando ver parte del muslo ancho y relajado, la rodilla huesuda por la curvatura y el pie que todavía permanece tapado por la manta azul, pero que seguramente en el próximo movimiento aparecerá. Escribo. El tiempo de lo narrado suele ser el pasado, pero Lautaro, como su pierna que aparece y desaparece, se alterna en tres tiempos: pasado, presente y futuro. Escribo y esto es completamente absurdo.
            Absurdo que me quede con la manta azul por sobre la mitad del cuerpo, con la relajación del muslo dormido, con la piel dejándose entrever debajo del pelo. “Alcira, vos tendrías que escribir”, repito esa frase con pulso de vieja vagabunda, sujetando la valija porque ahora el viento viene desde el mar y me da por la espalda.
“Alcira, vos tendrías que escribir”.