sábado, 27 de agosto de 2011

Vaivén

 (casi dos meses después retomo con algo del año pasado)
Carola se dio un envión con el piso lo suficientemente fuerte como para poder colocar sus pies en el apoyo de la mecedora y que ésta estuviera un buen rato yendo y viniendo. Del árbol que estaba detrás de sus espaldas, al pedazo de cielo azul, a la copa del naranjo, al tronco del naranjo y de vuelta a sus pies. Al principio su vista no conseguía seguir el ritmo de la mecedora y se rompía la lógica del orden: se superponían los pies a las ramas del árbol, el tronco con el cielo y lo que estaba detrás, lo que se veía al revés, se extendía a todo el recorrido y nada parecía poder quedarse quieto y volver al sitio que alguna vez había tenido. Pero la mecedora perdía su fuerza poco a poco y con ella, en un acto compensatorio del movimiento, lo que estaba fuera del vaivén de Carola iba llegando a ella recomponiendo un espacio más extenso. Osvaldo, en el patio delantero, dejaba un rato encendido el motor del fitito amarillo para que tomase temperatura. Como todos los sábados, preparaba su viaje hacia La Plata donde vivía su hermana. Doblaría en la primera esquina para encontrarse con la vieja fábrica de zapatos donde los dos habían trabajado y seguiría su paredón por tres cuadras para luego salir a la calle principal de San Martín. Carola ya lo acompañaba sólo en algunas ocasiones, no soportaba el encierro que le causaba el fitito al momento de entrar a Buenos Aires. Antes de que Osvaldo se fuera, Ana volvía con las bolsas del mercado, trayendo pescado y dos alcauciles, uno para cada una. A Osvaldo le molestaba el olor de las dos cosas, por eso Ana aprovechaba cuando se alejaba varias horas de la casa. Carola odiaba el olor al pescado y hasta su sabor, pero no decía nada. Ana había salido con una bolsa repleta de naranjas, como ninguno de los tres las comía ya, solían pudrirse alrededor del árbol. En realidad nunca habían comido demasiadas naranjas pero ver el árbol atestado de ellas los hacía sentirse hastiados. Así habían terminado por no probar ninguna fruta y Ana se dedicaba a recogerlas del suelo para dejarlas en la puerta de calle.
            Cuando la mecedora por fin dejó de moverse la voz de Ana se arrimaba hacia el patio. “¿Cómo es que se junta tanto polvo? ¡¿Cómo se junta tanto polvo?!” Repetía tantas veces esa pregunta que Carola siempre terminaba por sentirla como una acusación, una sospecha de que alguno de los tres, incluso Ana, se levantaba por las noches a esparcir polvo entre los muebles. Aparecía ante su vista callada y así, sin reparar en ella, comenzaba a golpear el trapo contra el naranjo y, efectivamente, nunca terminaba de salir polvo. Cuando se retiró para entrar de nuevo en la casa, Carola volvió a mecerse con fuerza. Las preguntas y el motor dejaron de oírse en su cabeza. Todo volvió a reducirse y a mezclarse otra vez. Todo era lo mismo salvo por aquel sonido minúsculo y por aquel nuevo movimiento que lo teñía todo, superponiéndose al dado por la mecedora. Se superponía y ganaba espacio ya que a medida que las cosas iban retornando a su quietud habitual, aquel nuevo movimiento se mantenía impostergable, haciendo difícil que Carola reordenara su vista. De hecho, cuando su mecedora se frenó abruptamente por el efecto de sus pies contra el suelo y pudo identificar lo que se había interpuesto en su ir y venir, continuó con la vista mareada. Aquel pájaro estaba entre las ramas, batiendo sus alas a una velocidad increíble para poder estarse quieto ante la flor blanca.
            Los tres nombres le mareaban el pensamiento aún más: colibrí, picaflor y un tercero que había inventado su abuela: tucucito. Ésta última palabra iba y venía de su memoria como el polvo de los muebles de su casa, y ahora se le aparecía para disgregar aún más. Tener tres nombres era casi como no tener ninguno. Tucucito. El pájaro revoloteaba, absurdo y feroz, sin que Carola pudiera asirlo, trastocando todo lo que lo rodeaba, recomponiéndolo en un collage inaudito. Con los ojos cerrados volvió a mecerse, mientras de fondo se oían el sonido del motor y el incansable trajinar de Ana. Lento, un deseo se interponía al ruido en un vaivén propio: que cuando abriera los ojos el pájaro estuviese al pie del árbol junto a unas flores blancas intocables, en un suelo lleno de naranjas que se estuviesen dejando pudrir.